sábado, 29 de septiembre de 2018

Pelayo y la Batalla de Covadonga


Hace unos meses @MiguelBarrero publicó este hilo en twitter que nos sirve para entender uno de los acontecimientos de la Historia de España más exaltados y porque no decirlo...más exagerado. Ojo 👀, hilo va ↓

Se cumplen este año 13 siglos de la batalla de Covadonga. Es un acontecimiento tan arraigado en el imaginario popular, y tan magnificado, que siempre viene bien contarlo a partir de las fuentes de que disponemos y alejarse un pelín de la leyenda.

Suele decirse que en Covadonga están los orígenes del Reino de España. También que Pelayo fue el primer rey de Asturias y el iniciador, por tanto, de una tradición monárquica cuyo último eslabón es Felipe VI. Con no ser nada de eso falso, tampoco es verdad del todo. Veamos.

A la hora de tratar el asunto de Covadonga surgen dos cuestiones que hay que tratar sí o sí.
1.- ¿Quién fue Pelayo?
2.- ¿Qué ocurrió realmente en Covadonga?

Antes de empezar a responderlas, hay que pensar que todo lo que conocemos del tema se debe al Testamento de Alfonso II y las Crónicas de Alfonso III, es decir, textos que pretendían legitimar una estirpe a través de las gestas de sus antepasados.

Es decir, que son textos fidedignos sólo hasta cierto punto, porque a sus autores les interesaba más dar brillo a su genealogía que elaborar un relato fiel y veraz de unos hechos que, por otro lado, desconocían por completo porque les habían llegado de oídas.

El historiador árabe Al-Maqqari escribió que Pelayo procedía de la Gallaecia, es decir, de la unidad territorial que los romanos distinguían en el noroeste ibérico y que abarcaba la actual Galicia, una parte importante de Asturias y lo que hoy son las provincias de León y Zamora.

En una primera versión de sus Crónicas, Alfonso III dice que era un simple espatario, es decir, miembro de la guardia real del rey Rodrigo. En una redacción posterior le situaría como hijo del duque Favila, al que habría asesinado Witiza en Tuy.

En cualquier caso, está claro que esos textos (Witiza se había mostrado partidario de colaborar con los musulmanes cuando éstos invadieron la península) pretendían otorgarle a Pelayo un lugar destacado dentro del grupo de soldados que rodeaba al rey Rodrigo.

Como todos sabéis (y si no lo sabéis, aquí os lo cuento yo), el rey Rodrigo fue derrotado por los árabes en la batalla de Guadalete, que se libró entre el 19 y el 26 de julio del año 711.

Se supone que, tras la derrota, Pelayo habría huido hacia el norte (unas tierras que conocía bien, porque eran las suyas) para liderar un tibio movimiento insurgente al que pronto se sumaron unos cuantos adeptos.

Llegados a este punto, cabe deshacer un malentendido histórico. Es falso que los musulmanes no llegaran a entrar en Asturias. Sí que lo hicieron. No acapararon todo el territorio, pero llegaron a tener una parte sobre su control, aunque éste no fuera muy férreo.

De hecho, los árabes tuvieron en Asturias su principal asentamiento en una ciudad que los cronistas denominaron «Xegio» y que los historiadores identifican de manera unánime con la actual Gijón.

Total, que Pelayo llega a Asturias y los musulmanes, que andaban por aquí, lo capturan y lo envían prisionero a Córdoba. No sabemos qué padecimientos sufrió allí, pero sí que hacia el año 717 consiguió escaparse y volvió a emprender el camino del norte.

Toca interrumpir la historia en este punto y pasar a la otra hipótesis que, en mi modesta opinión, resulta mucho más divertida. Es una teoría cuyo meollo está, precisamente, en la ciudad de Gijón.

Se trata de una lectura que viene avalada por la Crónica Rotense y que asevera que tras la derrota de Guadalete Pelayo viajó a Asturias acompañado de su hermana, y que se instalaron o bien pasaron una temporada en Gijón.

¿Por qué en Gijón? Unos dicen que porque era el emplazamiento más importante de la región desde los tiempos del Imperio Romano. Otros apuntan que cabe la posibilidad de que la familia de Pelayo procediera de allí. Ninguna de las dos hipótesis es descartable.

(Sobre esta última versión recuperó hace poco Pedro de Silva en @lanuevaespana un viejo texto muy interesante y bien documentado. Está distribuido en dos artículos. El primero de ellos lo podéis leer en este enlace: https://www.lne.es/opinion/2018/07/29/pelayo-playu-i/2325415.html …)
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Según parece, en Gijón los musulmanes y los cristianos convivían sin mayores problemas. Digamos que no se caían muy bien unos a otros, pero se toleraban siempre y cuando no se amargaran mucho la vida los unos a los otros.

El caso es que al gobernador árabe de Gijón, que se llamaba Munuza, le hizo tilín la hermana de Pelayo, y ésta no lo debió de ver con muy malos ojos. Así que al bueno de Pelayo le dio un ataque de celos fraternales y no quiso consentir el emparejamiento.

Munuza, que por algo era el que mandaba, dijo que o aceptaba o pista. Pelayo no aceptó y ahí fue cuando le apresaron y lo condujeron a Córdoba. Así que nada de insurgencias: un asunto de faldas como tantos otros que ha habido y habrá.

(Hago otro inciso para señalar que Gijón es una ciudad tan divertidamente bipolar que tiene a Pelayo inmortalizado en su escudo y en una estatua levantada junto al puerto, pero también tiene una calle dedicada a Munuza y otra a «los Moros», así en general.)

Pero bueno, superada esta (primera) controversia volvemos al momento en que Pelayo regresa de Córdoba. Ahí sí que está cabreado. Al llegar a Asturias, va haciendo campaña entre sus semejantes, diciéndoles que los moros esos son muy mala gente y los fríen a impuestos y demás.

Es decir, que Pelayo lleva el asunto personal al ámbito económico y, como la pela es la pela, su estrategia triunfa. Se cree que a orillas del río Piloña dio un discurso tan enardecido que allí mismo sus nuevos acólitos le dieron honores de caudillo o «princeps».

Hay que decir que los árabes no les concedieron excesiva importancia (les preocupaba más la invasión de la Galia o la reorganización de los latifundios), pero el emir Ambasa ordenó que fuera hasta allí una expedición a ver qué pasaba.

A Pelayo y a los suyos les llegó el aviso de que iban unos musulmanes de camino a zurrarles la badana, así que optaron por encaminarse hacia los terrenos más montañosos y dieron con una oquedad natural abierta en la falda del monte Auseva.

No fue un hallazgo casual. Se da por hecho que en esa cueva (un abrigo, en realidad) existía en aquella época una capilla primitiva en la que se rendía culto a la virgen.

De hecho, el topónimo «Covadonga», según Constantino Cabal, proviene del latín «Cova dominica», es decir, «Cueva de la Señora».

Llegamos, pues, al meollo de la cuestión: la famosa batalla. La madre de todos los mitos en torno a la nación española y un punto que, tanto dentro de Asturias como fuera de ella, despierta fervor patriótico a raudales

Hay una pregunta clave: ¿Qué pasó exactamente? Y una única respuesta: No tenemos ni idea. Como ya se ha dicho, las crónicas hay que cogerlas con mucha precaución y aquí, como en todo, cada cual quiso arrimar el ascua a su sardina.

(Por no estar, ni siquiera está clara la fecha de la batalla: las crónicas hablan del año 718, pero los historiadores contemporáneos son partidarios de desplazarla hasta el 722.)

Al-Maqqari, por ejemplo, escribió sus crónicas en los siglos XVI y XVII, aunque empleó como fuente documentos datados en el X. Según su versión, los árabes zurraron a los cristianos hasta que no quedaron más de treinta hombres y diez mujeres en la cueva.

Llegados a ese punto, los musulmanes se retiraron porque también habían sufrido sus bajas y porque, según se consigna en sus escritos, pensaron que «treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?»

La versión cristiana (o sea, la de las Crónicas de Alfonso III) es, como se puede suponer, muy distinta. Allí se cuenta que con los árabes viajaba un obispo, Oppas, que pretendía convencer a Pelayo de que claudicara ante el invasor.

Pelayo dijo que nanay, y ahí empezó una escabechina con efectos especiales y technicolor en que hasta la virgen apareció para que las flechas de los musulmanes se volviesen en el aire para ir a clavarse en los pechos de quienes las habían lanzado.

También aseguran que los pocos musulmanes que salieron vivos de allí terminaron sepultados, para mayor escarnio, por el derrumbe de unos montes que se vinieron abajo cuando pasaban a su vera.

En esa versión hasta salen del averno unos demonios para llevarse con ellos al obispo Oppas, por impío y por traidor. En la iglesia de Santa Eulalia de Abamia —que, según la tradición, mandó construir el propio Pelayo— hay un capitel que representa esa escena.

Las cifras también difieren bastante. Alfonso III, o su escribano, asegura que los cristianos eran unos trescientos. Al mismo tiempo, exagera hasta el esperpento el número de combatientes árabes: cuenta que eran unos 187.000.

Son números que, francamente, cuesta mucho dar por ciertos. Primero, porque cualquiera que conozca Covadonga sabe que allí no cabe tanta gente ni en broma. Segundo, porque la revuelta de Pelayo no fue tan importante como para movilizar a tantos efectivos.

(También se preció Alfonso III de haber recubierto de oro y piedras preciosas la cruz que supuestamente enarboló Pelayo en Covadonga. Sería la Cruz de la Victoria que se exhibe en la catedral de Oviedo. Es muy bonita, pero las pruebas han revelado que es bastante posterior.)

De hecho, puede suponerse por como empezó todo (un prisionero que huye y va reclutando afines por tribus aisladas y hasta enfrentadas entre sí) que aquella rebelión tenía, para los musulmanes, un cariz más bien anecdótico.

Pero bueno, sea como fuere, vencido o derrotado, sí es cierto que Pelayo salió de Covadonga convertido en líder de un grupo (no muy numeroso) de insurrectos. Ahora bien, cabe señalar un matiz importante, y es que Pelayo ni se tuvo exactamente por rey ni lo suyo fue una corte.

Como ya he dicho, a Pelayo lo nombraron «princeps» y «princeps» se quedó, y lo que instaló en Cangas de Onís no fue una corte propiamente dicha, sino un puesto de mando, o una plaza fuerte que no tuvo otro fin que el de establecer un perímetro de seguridad frente al invasor.

Ocurre que poco a poco fue llegando allí gente atraída por el ejemplo de aquellos guerrilleros que habían plantado cara a los musulmanes, y se fue generando una mínima estructura de poder que alcanzaría su culmen con la llegada a la cúspide del yerno de Pelayo.

Es decir, que hoy consideramos a Pelayo el primer rey de Asturias porque, en cierto modo, lo fue; pero es muy probable que él nunca se tuviera a sí mismo como tal, y que sólo empezara a pensar en términos de realeza cuando casó a su hija con el hijo del duque Pedro de Cantabria.

De hecho, fue el hijo de Pedro, Alfonso I, el que entendió bien de qué iba el cotarro y el que empezó una política de anexiones que comenzaría a configurar verdaderamente el gran Reino de Asturias.

Pero por concluir por hoy. ¿Son Covadonga y Pelayo importantes? Pelayo, sin duda. La batalla, en la medida en que propició el nacimiento de aquel pequeño puesto de mando en torno al cual se iría aglutinando poco a poco una buena parte de la cristiandad.

Ni fue la de Covadonga una batalla portentosa (debió de tratarse de una simple escaramuza) ni Pelayo tenía autoridad divina, aunque sí unas estimables aptitudes políticas. Hubo personajes que fueron mucho más determinantes en el Reino de Asturias, pero de eso hablamos otro día.

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