Hoy nos salta constantemente a nuestros oídos y ojos conceptos como el de 'Reconquista' y héroes de hace 1000 años o más. Esto no es nuevo, nos lo llevan contando tiempo, pero ahora, los símbolos y el trazo grueso sin matices que aclarar son la moda de ciertos políticos, periodistas y -digámoslo también-...docentes 'vende motos' .
Hoy os dejo un extracto de un artículo sobre Al-Andalus que nos llevará a aclarar algunas cosas
En las primeras líneas de La cárcel del feminismo, la autora musulmana sirio-granadina Sirin Adlbi Sibai explica que se animó a escribir el libro porque un profesor le preguntó para qué iba a escribir una musulmana con hiyab una tesis doctoral. Una conducta cargada de islamofobia de género que, aunque no sea visible a priori, mantiene un trasfondo fuertemente enraizado en los relatos construidos históricamente del otro en los que el islam es el enemigo.
En el caso de España, la otredad respecto del islam se ha construido en torno al imaginario de Al Ándalus, un período de alrededor de 800 años de Historia de la península ibérica encasillado desde el nacionalcatolicismo franquista como un paréntesis en la Historia de España. Pero datar el nacimiento de España es difícil; existe un amplio debate en el que las horquillas manejadas oscilan desde los siglos XV y XVI hasta el XIX. Solo podemos asegurar que lo que hoy constituye España hunde sus raíces tanto en la Hispania romana como en la Historia de los visigodos, celtas e íberos, mientras que respecto del periodo andalusí existe un fuerte rechazo en tanto se excluye como un pasado legítimo e influyente en la construcción de España y Portugal.
Esta visión distorsionada de la Historia andalusí trasciende las fronteras peninsulares. La creciente islamofobia en todo Occidente abraza las teorías del “choque de civilizaciones”, desde las que se ve en el islam un enemigo amenazante y en las que la caída de Al Ándalus —haciendo referencia a las cruzadas— constituye una victoria de la civilización occidental contra la barbarie islámica. A su vez, en esta polarización entre buenos y malos, “nosotros” y “ellos”, se ven favorecidos los grupos salafistas yihadistas, que ven potenciadas las narrativas que instrumentalizan como método de captación.
En la Edad Media, el continente europeo se encontraba en un período relatado hoy como una etapa de dilatada oscuridad y letargo cultural, una Europa decadente que añoraba los tiempos en los que el Viejo Continente brillaba con las civilizaciones de Roma y Grecia y que no vería su vuelta a la vanguardia cultural hasta que en los siglos XV y XVI surgiera, desde Italia hacia el conjunto de Europa, el Renacimiento de la cultura grecolatina. El relato occidental, etnocéntrico, de siglos de oscuridad cultural en el Medievo obvia la existencia de la civilización islámica, que desde ambas orillas del Mediterráneo escribe la Historia del esplendor medieval en árabe. Desde un Al Ándalus arabizado e islamizado se camina hacia el Renacimiento antes del propio Renacimiento.
Mientras la Europa cristiana se mantenía en su letargo cultural, la civilización-cultura islámica se situó a la vanguardia comercial, cultural y científica, un esplendor que se aprecia en el califato abasí (750-1258), bajo cuyo amparo se desarrolla —y se convierte en oficial durante muchos siglos— la escuela islámica Mu’tazila, cuya dedicación se orientó a la traducción e interpretación de obras filosóficas griegas y a la difusión de una teología islámica racionalista. A esta corriente teológica pertenecen algunos filósofos, como el centroasiático Al Farabi o el conocido médico persa Avicena, respectivamente llamados el “maestro segundo” y “maestro tercero” —el primero sería el filósofo griego Aristóteles—. Al Farabi es considerado el mayor traductor y difusor en árabe del maestro griego. Avicena, además de su trabajo sobre Aristóteles y el neoplatonismo, escribió el importante tratado El canon de la medicina, que sería estudiado en las facultades de Medicina europeas hasta entrado el siglo XIX.
Al Ándalus, como parte de la civilización y cultura islámica, recibe el influjo cultural e intelectual desde Oriente Próximo y África del Norte. Se desarrollaron disciplinas como la agricultura, las matemáticas, la poesía o la medicina. Mediante la obra del filósofo musulmán cordobés Averroes —quien fue, junto con el médico judío Maimónides, el más influyente filósofo andalusí—, se transmite el pensamiento aristotélico al resto de Europa continental.
A pesar de que la construcción de los Estados nación de hoy está íntimamente ligada al desarrollo integral de su Historia, existe una difundida visión que niega el legado andalusí como parte de esta construcción. Desde el nacionalcatolicismo, Al Ándalus se concibe como una discontinuidad invasiva y extranjerizante en la Historia de España.
La idea de España está así única e indisociablemente ligada al desarrollo del catolicismo, que a su vez hunde sus raíces en un glorificado Imperio romano. En 2008 el polémico cardenal y arzobispo español Antonio Cañizares decía que “España” luchó durante ocho siglos contra el islam para afianzar la fe católica y que por tanto el cristianismo constituye el alma de la nación, excluyendo con ello todo lo árabe e islámico —y, por ende, lo andalusí— de esa “España”.
El cardenal Cañizares estaba apelando al concepto de “Reconquista”, un término inventado y popularizado por historiadores y arabistas de tendencia nacionalista durante los siglos XIX y XX, puesto que nunca antes se refirió nadie al proceso de conquista cristiana de la península ibérica con ese nombre. La excluyente acuñación de esta épica está íntimamente ligada a la construcción contemporánea de la identidad nacional española. La intención es asociar la Historia imperial de Hispania y las etapas visigodas con la España actual, a pesar de que nunca hubo continuidad territorial ni institucional entre aquellas y la España contemporánea.
Toda mitología requiere, además, de personajes y batallas encumbrados como hitos y referentes histórico-culturales. En la denominada Reconquista, resalta por encima de todo un nombre: el Cid Campeador, un noble burgalés que constituye el paradigma de heroísmo y estrategia militar cristiana en la “guerra contra los moros”. Sin embargo, el Cid fue un mercenario que pasó tanto o más tiempo en las tierras musulmanas de Al Ándalus como en los reinos cristianos.
Autoras como la historiadora María Elvira Roca Barea y su libro Imperiofobia y la leyenda negra se han convertido en voces destacadas en el acelerado rearme intelectual del nacionalcatolicismo y consideran que el nacionalismo español no existe ni existió basándose en que los nacionalismos son excluyentes y España nunca lo fue. Pero el nacionalismo español existe y es igual de excluyente e identitario como pueden serlo los demás.
El cardenal Cañizares estaba apelando al concepto de “Reconquista”, un término inventado y popularizado por historiadores y arabistas de tendencia nacionalista durante los siglos XIX y XX, puesto que nunca antes se refirió nadie al proceso de conquista cristiana de la península ibérica con ese nombre. La excluyente acuñación de esta épica está íntimamente ligada a la construcción contemporánea de la identidad nacional española. La intención es asociar la Historia imperial de Hispania y las etapas visigodas con la España actual, a pesar de que nunca hubo continuidad territorial ni institucional entre aquellas y la España contemporánea.
Toda mitología requiere, además, de personajes y batallas encumbrados como hitos y referentes histórico-culturales. En la denominada Reconquista, resalta por encima de todo un nombre: el Cid Campeador, un noble burgalés que constituye el paradigma de heroísmo y estrategia militar cristiana en la “guerra contra los moros”. Sin embargo, el Cid fue un mercenario que pasó tanto o más tiempo en las tierras musulmanas de Al Ándalus como en los reinos cristianos.
Autoras como la historiadora María Elvira Roca Barea y su libro Imperiofobia y la leyenda negra se han convertido en voces destacadas en el acelerado rearme intelectual del nacionalcatolicismo y consideran que el nacionalismo español no existe ni existió basándose en que los nacionalismos son excluyentes y España nunca lo fue. Pero el nacionalismo español existe y es igual de excluyente e identitario como pueden serlo los demás.
Los lemas principales de determinado partido en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018 hacían referencias continuas a esta épica asegurando que “la Reconquista comenzará en tierras andaluzas”, aquellas desde las que se expulsó al invasor musulmán en las Navas de Tolosa y que consiguió en Granada la rendición de Boabdil —último rey andalusí— en 1492.
Nota: Durante este 2019, este mensaje con fotos y vídeos ya forma parte del carro de más de un partido para robarse el voto del verdadero español
¿Por qué en los casos del Imperio romano, las civilizaciones íbera y celta o los reinos visigodos resulta incuestionable la continuidad histórica hacia la España moderna mientras se niega la legitimidad de Al Ándalus a formar parte de esa misma continuidad?
La exclusión de los ocho largos siglos de cultura andalusí como parte de la memoria de España y Europa no responde a una lectura inocente de la Historia, sino que se enmarca en una contraposición interesada entre un “ellos” —el islam— y un “nosotros” —Occidente— que trasciende lo meramente hispánico.
La idea de Al Ándalus como un paréntesis en la Historia de España, el concepto de “Reconquista” y la consecuente expulsión de los musulmanes por parte de los cristianos mediante una cruzada liderada por los Reyes Católicos son elementos de la tradición nacionalcatólica revitalizados en la narrativa islamófoba del “choque de civilizaciones”, concepto popularizado en 1993 por el politólogo Samuel Huntington, quien consideraba que los conflictos internacionales tras el fin de la Guerra Fría estarían marcados por unas diferencias culturales insalvables entre civilizaciones —de las cuales Occidente es una y el islam, otra—.
Hasta la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética entre 1989 y 1991, la amenaza para la civilización era de color rojo —el comunismo—. Tras el fin de la Guerra Fría era preciso proveer al imaginario occidental con un nuevo enemigo exterior que reafirmase su cohesión e identidad y la amenaza se tornó de color verde: el islam recogió el testigo como antítesis de la civilización. Mientras Occidente se erige como centinela de las libertades, la democracia y los derechos humanos, el islam —como antes el comunismo— es sinónimo de barbarie y autoritarismo.
La última gran derrota del mayor enemigo rojo, la Unión Soviética, fue la guerra de Afganistán en los años 80. El apoyo financiero y militar de EE. UU. a los grupos muyahidines —enemigos de la URSS y germen del futuro movimiento talibán— constituyó un preludio involuntario, pero paradójico, de este cambio cromático. Y, aunque EE. UU. no fundó Al Qaeda, como en ocasiones se afirma, su auxilio a los islamistas afganos sí alimentó el posterior nacimiento de esta organización terrorista, considerada enemiga principal de Occidente tras los atentados del 11S.
La Historia no es más que un relato sobre el pasado construido interesadamente, una elaboración narrativa que da sentido y continuidad a identidades contemporáneas. Es difícil construir la Historia bajo el amparo de la objetividad; sin embargo, construir un relato de nuestro pasado no es una cuestión baladí: de ello depende que las identidades actuales sean excluyentes y polarizantes o, por el contrario, estén fundamentadas en la tolerancia y el respeto que supone un pasado y presente en común.
La idea de Al Ándalus como un paréntesis en la Historia de España, el concepto de “Reconquista” y la consecuente expulsión de los musulmanes por parte de los cristianos mediante una cruzada liderada por los Reyes Católicos son elementos de la tradición nacionalcatólica revitalizados en la narrativa islamófoba del “choque de civilizaciones”, concepto popularizado en 1993 por el politólogo Samuel Huntington, quien consideraba que los conflictos internacionales tras el fin de la Guerra Fría estarían marcados por unas diferencias culturales insalvables entre civilizaciones —de las cuales Occidente es una y el islam, otra—.
Hasta la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética entre 1989 y 1991, la amenaza para la civilización era de color rojo —el comunismo—. Tras el fin de la Guerra Fría era preciso proveer al imaginario occidental con un nuevo enemigo exterior que reafirmase su cohesión e identidad y la amenaza se tornó de color verde: el islam recogió el testigo como antítesis de la civilización. Mientras Occidente se erige como centinela de las libertades, la democracia y los derechos humanos, el islam —como antes el comunismo— es sinónimo de barbarie y autoritarismo.
La última gran derrota del mayor enemigo rojo, la Unión Soviética, fue la guerra de Afganistán en los años 80. El apoyo financiero y militar de EE. UU. a los grupos muyahidines —enemigos de la URSS y germen del futuro movimiento talibán— constituyó un preludio involuntario, pero paradójico, de este cambio cromático. Y, aunque EE. UU. no fundó Al Qaeda, como en ocasiones se afirma, su auxilio a los islamistas afganos sí alimentó el posterior nacimiento de esta organización terrorista, considerada enemiga principal de Occidente tras los atentados del 11S.
La Historia no es más que un relato sobre el pasado construido interesadamente, una elaboración narrativa que da sentido y continuidad a identidades contemporáneas. Es difícil construir la Historia bajo el amparo de la objetividad; sin embargo, construir un relato de nuestro pasado no es una cuestión baladí: de ello depende que las identidades actuales sean excluyentes y polarizantes o, por el contrario, estén fundamentadas en la tolerancia y el respeto que supone un pasado y presente en común.
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